Siempre me ha sorprendido cómo Caracas puede ser dos cosas al mismo tiempo: una ciudad que nunca se detiene, llena de ruido, caos, y movimiento constante, y al mismo tiempo, un lugar que sabe regalarnos momentos de quietud inesperados. Ese día no fue la excepción.
Era una tarde cualquiera. El tráfico avanzaba lento, las bocinas sonaban hasta más no poder, y la gente cruzaba las calles apresurada, como si el tiempo se les escapara. Yo iba en la parte trasera de un yummy, con la mirada perdida, un poco asustada de que nos llevara un carro por el medio e intentando desconectarme del caos. Mi mente estaba atrapada en pensamientos, como siempre, hasta que, de pronto, una luz cálida comenzó a llenar el cielo.
El sol, como si supiera que necesitaba un respiro, empezó a pintar los edificios y las calles de un dorado suave. La ciudad, por un instante, dejó de sentirse como un lugar hostil y se transformó en un cuadro vivo. Todo parecía moverse al ritmo de ese atardecer: las personas avanzaban con calma, los carros parecían menos apurados, y yo… simplemente respiré y por supuesto, tomé una de las fotos de mi mejor modelo: el atardecer Caraqueño.
En ese momento, entendí que Caracas siempre guarda un rincón para la belleza, incluso en medio del caos. Esa fotografía no solo captura un ocaso; captura la promesa de que, incluso en los días más agitados, siempre hay un respiro, un instante para conectar contigo mismo.